Aristóteles Moreno, en Público
Ricardo lleva todos los días a su hija al colegio. Clara tiene ocho años. En octubre cumplirá nueve. Entre su casa y la escuela hay poco más de un kilómetro. 17 minutos caminando para ser exactos. La deja a las 9.00 horas en la puerta, le da un beso y se dirige a su trabajo. A las 14.00 horas Ricardo está de vuelta para recogerla. Regresan andando, almuerzan, descansan brevemente y Clara se pone a hacer los deberes. Luego se sienta frente al televisor. Martes y jueves tiene que estar en clase de inglés a las 18.15 horas. Laura, su madre, la lleva en coche y se mete en el gimnasio mientras tanto. En el primer trimestre, la niña también recibía clases de baile lunes y miércoles. Iba caminando. Acompañada, por supuesto.
Clara nunca ha jugado sola en la calle con otros niños. Vive junto a una apacible plaza arbolada pero no está en su rutina socializar con iguales sin la atenta mirada de los padres o de algún adulto. Ni ella ni la mayoría de los niños de hoy. Todo lo más recibe de vez en cuando la visita en casa de alguna amiga del cole. Organizada por los padres, naturalmente. Todas las actividades de Clara, absolutamente todas, las regladas y las informales, son programadas por sus progenitores. Y en todas siempre hay un adulto vigilante.
La infancia de Ricardo fue radicalmente distinta. Con bastante menos edad que su hija, ya iba al colegio solo todos los días. No menos de 15 minutos andando. Y dos días a la semana se plantaba en el Conservatorio de Música. También solo. Cuando llegaba a casa de la escuela, agarraba el balón y se iba a la calle. El barrio entonces era un hormiguero incesante de niños y de niñas. Ni su madre ni su padre aparecían por ningún lado. Y Ricardo con sus amigos hacían candelas, exploraban el corralón de la esquina y se sacudían a pedradas con otras pandillas. «Éramos carne de calle», afirma. Cuando llegaba la hora de la cena, su madre aparecía por el balcón, pegaba una voz y Ricardo subía escaleras arriba.
Todo aquel mundo ha desaparecido. Los niños ya no socializan solos, ni resuelven solos sus disputas, ni toman solos decisiones, ni se aventuran solos a los riesgos que acechan el barrio. Hoy viven enclaustrados en una burbuja de seguridad siempre fiscalizados por sus padres. En apenas una generación, el ecosistema infantil se ha modificado radicalmente. Y las consecuencias educativas, cognitivas, psicosociales y madurativas de los niños y las niñas son enormes, según advierten los especialistas.
Pero, ¿cómo diablos hemos llegado hasta aquí? Uno de los factores determinantes de la expulsión de los niños y las niñas del espacio público ha sido la irrupción masiva del vehículo motorizado en las ciudades. Los coches han introducido un elemento de riesgo evidente para la seguridad de la infancia y además han sustraído casi en su totalidad el territorio que hace pocas décadas los más pequeños usaban para el juego. En eso están de acuerdo la mayoría de los especialistas.
José Fran Cid es consultor de movilidad infantil en Euskadi y responsable del blog Camino Escolar. «Hay mucho más tráfico, el entorno es más agresivo y se ha producido una privatización del espacio«, argumenta en conversación telefónica con Público. Como consecuencia, los niños han abandonado la calle y han sido recluidos con sus familias en el hogar y en la escuela. Paralelamente, se ha incrementado el miedo de los padres y la sobreprotección, aunque las amenazas objetivas no hayan aumentado significativamente.
Hoy los progenitores relacionan el aprendizaje con la escuela y la actividad reglada, mientras que el juego ha sido «desprestigiado como herramienta de socialización» y crecimiento personal. «No ven que si sus hijos están jugando en la calle o en el margen de un río estén aprendiendo, sino que piensan que pierden el tiempo. El juego no es solo una forma de tiempo libre, sino que es una herramienta de formación de la personalidad y de mejora de las capacidades físicas y cognitivas».
Cid asesora a ayuntamientos y entidades para buscar fórmulas alternativas al desplazamiento motorizado al colegio. No se trata solamente de mejorar la movilidad sostenible sino de potenciar la autonomía infantil, que es el nudo gordiano de la cuestión. Desde esa perspectiva, se ha experimentado una transformación drástica en el comportamiento social de los niños en apenas 30 o 40 años. «Se ha producido un cambio fundamental. En la generación anterior, el 80% de los niños disponía de autonomía plena para el desplazamiento escolar y la ocupación del espacio público. Ahora, esa cifra no llega ni a la mitad».
En las ciudades medias o grandes, esa cifra se desploma. José Fran Cid vive en una localidad de menos de 30.000 habitantes y, aunque el tráfico es intenso, los niños se desenvuelven en la calle con mucha más frecuencia a partir de los ocho años de edad o antes. En las urbes de mayor tamaño, la autonomía infantil no se adquiere hasta los 12 años como mínimo, según datos suministrados por el especialista.
Como consecuencia del recorte tajante en la libertad infantil, los niños pierden autoestima y confianza en sí mismos, además de una acusada merma en sus capacidades físicas y cognitivas. «Un niño que solo se mueve en coche, tiene menos habilidades», sostiene el experto vasco. «No aprende a cruzar el paso de peatones, no conoce la ciudad ni se maneja en situaciones de riesgo«, explica. Hay estudios citados por Cid que demuestran que la actividad física no solo aumenta la capacidad pulmonar y la salud cardiológica del niño, sino que estimula su nivel de concentración.
«La creatividad y la habilidad para resolver situaciones cambiantes se desarrolla experimentando», aduce. «La interacción social con iguales incentiva la resolución de problemas y la capacidad de llegar a pactos con otros niños«. En el hogar, todas esas competencias se desarrollan mucho menos. Y los niños sienten una mayor frustración porque se ven impotentes de superar problemas fáciles de manera negociada. «Sus respuestas, por lo tanto, son más agresivas y decae su autoestima».
Algunos estudios comparativos ofrecen datos muy elocuentes. El especialista británico Tim Gill demostró en una investigación realizada en Reino Unido que nuestros bisabuelos dominaban un territorio de diez kilómetros cuando tenían ocho años de edad. Sus nietos apenas se mueven con autonomía por un microuniverso de 200 metros. Otro trabajo británico analizó de qué permisos disponían los niños y niñas en los años 70 del siglo pasado para cruzar calles, jugar en las aceras, hacer recados, ir al colegio solos o volver por la noche a casa. Y desveló que mientras que entonces el 80% de los niños se desplazaban sin compañía a la escuela, ese porcentaje se ha hundido hoy a un exiguo 8%.
Ese fenómeno inquietante impactó profundamente a la geógrafa Marta Román. «Mi hija no iba al colegio sola a los ocho años. Y yo, que vivía en el mismo barrio, sí lo hacía. Y en el siglo del niño le hemos privado del espacio en una especie de castigo social». A resolver esa cuestión ha dedicado gran parte de su vida profesional a través de la consultora GEA21. «Soy geógrafa y sé la importancia que tiene el espacio y las relaciones de poder que se desarrollan en él. Me preguntaba cómo la infancia, que es un bien social de primera magnitud, de repente está cautiva. Eso me ha chirriado mucho y he intentando estudiarlo para entenderlo».
Las conclusiones de Marta Román, autora de varias monografías, son sugerentes. Y una de las claves, a su juicio, tiene que ver con la demografía. «La infancia es hoy una minoría social debido a la reducción de la tasa de natalidad. Tenemos menos hijos de los anhelados y un niño se ha convertido en la culminación de un deseo. Ha cambiado el valor de la infancia y los niños son casi un objeto de lujo, de forma que hemos desarrollado una aversión total a que corran riesgos».
Se ha producido, por lo tanto, un «proceso de idealización y sublimación» de la infancia. De tal manera que a los niños se les atribuye cualidades idealizadas de bondad, alegría e inocencia. «Y unos seres angelicales no pueden estar en contacto con la realidad, que ya no consideramos apta para la infancia. Por eso los sacamos del espacio público», argumenta Marta Román.
Antes la infancia era un bien «social y comunitario», en opinión de la geógrafa. «Si algo le sucedía a un niño en la calle, acudías, lo ayudabas, lo reprendías o te quejabas. Había una interacción directa. Pero ahora pertenecen a sus familias y los únicos legitimados para interaccionar con ellos son sus padres. Hay un proceso de privatización de la infancia. E incluso los maestros y otras figuras de autoridad están desprestigiadas».
Se han quebrado las «redes vecinales» y se percibe el entorno como un riesgo. «Antes los vecinos eran una ayuda y ahora son una amenaza. Eso lleva a una forma de maternidad y paternidad muy protectora. Hay una alerta social desmedida en relación a la infancia. Una sensación de riesgo permanente que no se corresponde con ningún dato objetivo», reflexiona Marta Román. Esa espiral desencadena una «profecía autocumplida», porque el hecho de que saquemos a los niños de las calles incrementa la percepción de peligro e inseguridad.
La invasión urbana del coche en las últimas décadas es, a juicio de la geógrafa, un signo de privatización. «Antes el espacio era público y la vida privada era escasa. Ahora es justamente al contrario. La privacidad es el lugar donde nos sentimos únicos y seguros». Marta Román también ha estudiado el origen del tráfico urbano, cuando en los años veinte del siglo pasado empezaron a aparecer los primeros artilugios motorizados. Muchos carteles pedían a las familias que retiraran a los niños del espacio público porque eran ya una rémora para el desarrollo y el progreso.
Toda esta nueva realidad está provocando un «retraso en la adquisición de habilidades» y una merma radical en la «autonomía del niño», además de un preocupante proceso de «aislamiento». Hay familias que reclaman a los colegios no romper con la «cadena de custodia» de sus hijos, relata sorprendida Marta Román. «Es una expresión muy penitenciaria», subraya. «Los niños se sienten robots, siempre vigilados, programados y controlados. No tienen experiencias propias».
La experta, con todo, pide no culpabilizar a las familias. «Es un cambio social profundo», explica. «Todo lo que antes proveía la calle y la sociedad, ahora hay que resolverlo en el seno de las familias y el colegio. Es complejísimo». Marta Román, como infinidad de expertos, trabaja para recuperar la calle. «Es un fenómeno invisible y no nos hemos dado cuenta de la enorme pérdida. No es solo perder un espacio. Es perder la integración en la sociedad».
Hay que recuperar la calle. De acuerdo. Pero, ¿cómo hacerlo? Jorge Álvarez es profesor de Educación Física y en 2015 puso en marcha en Córdoba un proyecto denominado #callejugando. Era padre de niños pequeños y se dio cuenta de que su infancia había sido completamente distinta. «Cuando se tiene siempre a un adulto supervisando se pierde la autonomía», sostiene. Fue entonces cuando echó a rodar un programa de juegos creativos para niños y niñas como herramienta de aprendizaje.
«Hemos llegado a sacar a 4.000 niños a la calle a jugar», asegura. Jorge Álvarez es consciente de que la actividad que ha desarrollado es solo un paso para «sembrar y visibilizar» la importancia de reconquistar la calle como espacio público de interacción infantil. «Tenemos que darnos cuenta de lo que hemos perdido. Ahora hay mucho miedo y sobreprotección por parte de los padres», alerta.
Los expertos trabajan en varias direcciones. Las administraciones públicas son básicas a la hora de poner en marcha programas de intervención urbana. «Tenemos que calmar el tráfico y crear espacios mixtos seguros para personas mayores y niños», señala José Fran Cid.
«Hay que hacer un trabajo comunitario. Crear una malla de protección y visibilizar la importancia del juego libre como recurso educativo y espacio de aprendizaje». Las comunidades escolares y vecinales también son imprescindibles. «Estamos ante un problema fundamental y las administraciones no están lo suficientemente concienciadas», lamenta Marta Román. «No necesitamos más psicólogos, sino más espacios y juegos libres», concluye.