Hay en la demanda a favor de la jornada continua en los centros escolares dos impulsos legítimos: uno mayoritario entre el profesorado, y otro extendido entre una parte de las familias. Sin poner en duda la buena voluntad de ambos, la sensación es que, en gran medida, parten de diagnósticos erróneos. En otro contexto, es una discusión que podría tener sentido pero, aquí y ahora, y todavía más sin haber salido del todo de la excepcionalidad de la pandemia (que ha agravado las desigualdades sociales) es completamente inapropiada.
El profesorado defiende el modelo de la jornada continua con argumentos pedagógicos. En abstracto, algunas de las razones podrían discutirse. El problema es que la vida y la realidad no son abstractas, son lo que tenemos, y con eso hay que pensar cuáles son los pasos para que mejore la educación pública infantil y primaria de nuestras personas pequeñas. Desde ese punto de vista, es decir, considerando que lo primero es ordenar las prioridades para ir hacia ese modelo universal, gratuito y de calidad que queremos, el cambio de horario lectivo supone poner el carro delante de los bueyes. O peor, tirar por un atajo que, con toda seguridad, va acentuar algunos problemas, sin la certeza de que resolverá otros. ¿Qué habría que abordar antes de ir a una jornada continua? Pues lo que es obvio, y toda comunidad educativa ve a diario cuando acude a su centro escolar: las ratios en el aula, la interinidad de las plantillas, la privatización de los servicios de comedor, transporte, limpieza y actividades extraescolares y, fuera de las horas lectivas, la desconexión entre los menores y el profesorado y, en menor medida, entre los menores y el resto del personal de la comunidad (personal del comedor, transporte, limpieza y actividades extraescolares).
Hay más cuestiones candentes y algunas no son precisamente irrelevantes. Están los despidos que la jornada continua conlleva en las plantillas de los comedores, un sector feminizado, mal remunerado y con poco prestigio social. Está el desplazamiento del horario de las comidas hacia las tres de la tarde en el caso de centros educativos con turnos dobles. Y está que, en las comunidades autónomas con lenguas cooficiales, dar pasos atrás en tramos horarios de inmersión lingüística reglada es un drama. En ese
sentido, la epidemia ha sido devastadora (el acoplamiento de las lenguas hegemónicas a la aceleración comunicativa inherente a las crisis ha pulverizado los débiles reductos sociolingüísticos de las lenguas minorizadas). Hacer compatible la jornada continua con la mejora de expectativas del euskera, el catalán o el gallego, entre otras lenguas (y frente al binomio del monolingüismo cafre y la mentalidad política colonialista), no parece realista. En cualquier caso, más allá de estos y otros aspectos conflictivos, lo fundamenteal es detenerse en las cuatro variables antes mencionadas, que son las que acotan los límites del proyecto pedagógico de cualquier comunidad educativa. Sin su transformación profunda es imposible que, aquí y ahora, se alcancen los objetivos descritos en las propuestas a favor de la jornada continua.
Sin bajar las ratios a menos de veinte personas pequeñas por clase, el profesorado hace lo que puede (de la vocación y del compromiso no hay motivos para dudar), pero con 25 alumnos por clase es imposible atender con fundamento a los distintos ritmos de aprendizaje y, no digamos ya, a la diversidad. Por descontado, sin plantillas estables, es también una quimera desarrollar proyectos educativos a medio plazo. Por duro que resulte de oír, sencillamente, no es creíble que con una parte relevante del claustro desapareciendo cada año, los equipos docentes vayan a poder mantener esfuerzos extraordinarios sostenidos durante años, como los que exigiría la implantación de un nuevo horario lectivo y sus múltiples derivadas. Sin unos servicios de comedor, transporte, limpieza y actividades extraescolares publificados, se mantiene la precariedad laboral de los agentes educativos subalternos (pero imprescindibles) vinculados a la economía de los cuidados. La salvaje estratificación salarial entre esos segmentos y el profesorado, dentro del mismo centro, convierte la retórica sobre la cohesión de la comunidad educativa en pura palabrería. Y sin el compromiso de los docentes (y, en buena medida, del personal del comedor, transporte, limpieza y actividades extraescolares), en el sentido de fijar sus residencias en los barrios o en los pueblos de los centros educativos, o cerca de ellos, como recomiendan (o incluso exigen) las legislaciones educativas más avanzadas, cualquier hipótesis de comunidad integral es una entelequia. Sí, hablamos de que se obligue a esto último, con la flexibilidad y excepciones que sean necesarias, por supuesto.
Esto es lo que hay, y para cambiar algo de arriba a abajo no basta con escribir quejas en formularios, reunirse con políticos a puerta cerrada, o enviar cartas a prensa. O el profesorado de la educación pública, y los agentes de los comedores, el transporte, la limpieza y las actividades extraescolares, se arremangan, y se ponen en la primera fila de la lucha por un cambio profundo del modelo, o la enseñanza pública seguirá básicamente donde está. Los docentes que se han ido jubilando estos últimos años, o que están a punto de hacerlo, lo saben bien. En sus biografías laborales hay encierros, concentraciones, manifestaciones, jornadas de lucha, huelgas, denuncias a los representantes políticos que calientan poltronas nadando y guardando la ropa, y lo que hiciera falta. También expedientes y sanciones administrativas, porque aquí nadie regala nada.
Las familias, por su parte, quieren lo mejor para sus hijas e hijos. Nos pasa a todo el mundo, pero ¿qué es lo mejor? Aquí es donde, nuevamente, y como en el caso del profesorado, es fundamental distinguir lo importante de lo prioritario. Lo fundamental, lo estratégico para quienes estamos en la educación pública, es no dejar a nadie atrás.
¿Y por qué la jornada continua ensancha la brecha entre las familias de clase media, que van holgadas, y las de las clases populares, con necesidades especiales, migrantes, monoparentales, de minorías étnicas, desestructuradas o en la exclusión social? Porque para este segundo grupo de familias, con menos recursos, cuantas más horas de escolarización obligatoria, más oportunidades. Y cuanto más patio compartido, más construcción de redes comunitarias, socialización, solidaridad, y apoyo mutuo (el patio, como espacio de articulación social, desaparece con la jornada continua, porque se sale en tres horarios diferentes: antes de comer, después de comer y tras las extraescolares). Y cuanta menos actividad extraescolar que separe a las familias por renta (como pasa en la jornada continua, en la que hay simultáneamente actividades de pago y gratuitas), menor segregación. Menos oportunidades, menos comunidad y más segregación, para quien menos tiene o es más frágil, es caminar en la dirección equivocada.
El itinerario curricular individual hasta los doce años es importante, pero no es lo principal. Es la etapa en que más profundamente se fijan la empatía, la autoestima, la generosidad y la autonomía. Hay mucha gente desorientada por la permanente
propaganda neoliberal del “sálvese quien pueda” y “tonta la última” y, en esa confusión es fácil caer en la competitividad tóxica aplicada al deporte desde edades cada vez más tempranas. Es normal desear notas y exámenes en fases de maduración cognitiva y emocional inadecuadas (y que deberían dejarse, en todo caso, para el último ciclo de la educación primaria). Es humano sobreproteger de forma antinatural y trasladar nuestras inseguridades adultas a las personas pequeñas, desempoderándolas y facilitando las dinámicas manipuladoras. Todo eso ocurre cuando nos alejamos de lo esencial: que nuestra hijas e hijos necesitan entornos saludables para sentar las base de su seguridad y felicidad y que, cuanto más agrietados y segregados estén esos entornos, más problemáticos serán. Y cuanto más dificultosos, más complejo, aunque no imposible, que nuestras hijas e hijos se conviertan en personas empáticas, generosas, empoderadas y autónomas, o sea, en hombres y mujeres libres. Batek goserik diraueno, ez gara gu asetuko, bat inon loturik deino, ez gara libre izango.
En la lucha por la educación pública tenemos que ir toda la comunidad educativa a una, y a por todas. Nick Estes, indio sioux y autor de la conmovedora Nuestra historia es el futuro, cuenta que tras siglos de incumplimientos de acuerdos federales, expropiación de propiedades privadas y terrenos comunales, millones de búfalos exterminados, propagación intencionada de enfermedades mortales, secuestro institucionalizado de menores, violaciones y asesinatos, eugenesia y apartheid, extractivismo minero e hidráulico, y un genocidio que ha diezmado a las naciones originarias y que las ha arrinconado en reservas, la única opción para sobrevivir (como pueblo y como clase subalterna) es no rendirse jamás, y no dejar a nadie atrás. Su verdad, la de las naciones originarias de las grandes llanuras, es universal.
No es el momento histórico de pasarse a la jornada continua, y menos de hacerlo con procesos cogidos con pinzas, apenas participativos, poco transparentes, y con marcos de ganadoras y perdedoras. Pero si el profesorado está dispuesto a recoger el guante, y se pone a liderar la tarea de darle la vuelta al calcetín de la educación pública, que es una verdad tan colosal como apasionante y, desde luego, igual de universal que la de los nativos norteamericanos, la inmensa mayoría de las familias iremos detrás, no os quepa duda. A eso nos apuntamos.
Comparte este contenido: